lunes, 23 de marzo de 2020

PROFE ABEL-LENGUA Y LITERATURA 3º 1º Y 3º 2º VESPERTINO

LES DOY LA BIENVENIDA AL TERCER AÑO TURNO VESPERTINO, COMO ASÍ TAMBIÉN A ESTE BLOG DEL COLEGIO. POR ESTE MEDIO COMPARTIRÉ LOS TRABAJOS PARA REALIZAR DURANTE ESTE PERÍODO DE CUARENTENA.


                                     LITERATURA FANTÀSTICA. TERCER AÑO
1-A continuación te propongo algunas actividades que te permitirán construir y reconstruir un punto de partida para comenzar a leer los cuentos de esta antología.
2-Fantástico y fantasioso ¿Son iguales? ¿Por qué?
3-Indica cuál de las siguientes definiciones se refiere al cuento y cuál a la novela.
a) Es una narración literaria de considerable extensión, donde junto a los personajes principales pueden aparecer personajes secundarios; la acción se puede diversificar y los ambientes donde transcurren los hechos narrados pueden ser varios. A causa de esta complejidad, se divide generalmente en capítulos.
b)           Es breve, se lee “de un tirón” y relata un hecho único; es decir, no tiene episodios laterales o acciones secundarias y los personajes son siempre protagónicos. Genera un efecto unitario que se percibe inmediatamente, al terminar la lectura.
c) Con ayuda de un libro o google, amplía la definición de cuento y proponé ejemplos con textos que hayas leído.
2 Cuenta a tus familiares alguna película que recuerdes en la que ocurre algún hecho sobrenatural.
3. Proponé la definición de la palabra fantástico, tal como podría aparecer en un diccionario.
4-Luego, buscá en el diccionario la definición de ese término y completa o corrige  la que escribiste, según corresponda.
5-Lean los siguientes relatos y elijan la definición más adecuada para explicar lo que ocurre en ellos.
                                                                Un creyente
Al caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo:
—Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?
—Yo no —respondió el otro—. ¿Y usted?
—Yo sí —dijo el primero, y desapareció.
                                                                                                                                   George Loring Frost

                                                            Mensaje
Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta.
                                                                                                                                                Bailey Aldrich
Primera definición:
 Se trata de relatos en los que aparecen elementos mágicos o sobrenaturales, imposibles en el mundo real. A veces, es un objeto. Otras veces, los personajes mismos son capaces de realizar acciones sobrenaturales, como volar, desaparecer o hechizar. Así, estos cuentos incluyen hechos extraordinarios que causan la admiración del lector. Se acepta lo mágico como verosímil.
Segunda definición:
En estos relatos tiene lugar un acontecimiento sobrenatural, imposible o poco creíble, que se desarrolla dentro del mundo real, e incluso dentro de un ambiente cotidiano. Se produce un hecho inquietante y extraño que provoca la incertidumbre o vacilación del lector, que es la duda, que se genera ante un acontecimiento inverosímil que perturba las leyes de la realidad. El desenlace de estos cuentos se presta a distintas explicaciones o alternativas, tanto lógicas como sobrenaturales, que ellector tiene que interpretar. Es decir que el misterio no se resuelve.
6-Lee con atención el siguiente texto.
La literatura fantástica argentina Alberto Manguel ¿Qué es la literatura fantástica? La denominación literatura fantástica se aplica al género literario que admite en la realidad de su texto la existencia, o posibilidad de existencia, de elementos –seres, cosas, lugares o hechos– sobrenaturales que irrumpen en un mundo que es, aunque literario o ficticio, posible. Tzvetan Todorov1 lo define así: “Exige [lo fantástico] tres condiciones. En primer lugar, es necesario que el texto obligue al lector a considerar el mundo de los personajes como un mundo de personas reales, y a vacilar entre una explicación natural y una explicación sobrenatural de los acontecimientos evocados. Luego, esta vacilación puede ser sentida también por un personaje; de tal modo, el papel del lector está, por así decirlo, confiado a un personaje y, al mismo tiempo, la vacilación está representada, es decir, se convierte en uno de los temas de la obra; en el caso de una lectura ingenua, el lector real se identifica con el personaje. Finalmente, es importante que el lector adopte una determinada actitud ante el texto: deberá rechazar tanto la interpretación alegórica como la interpretación poética”.
Podemos agregar que no solo debe considerarse la actitud del lector. Por sobre todo, entendemos que es el autor quien establece el punto de partida desde el que debe leerse el texto. Es cierto que la lectura puede renovar esa visión, pero no sin falsearla. Un texto religioso leído como fantástico por un no-creyente, olvidará la intención con que fue escrito el texto; la literatura es, por sobre todo, ficción, y si bien puede –y en sus mejores casos así lo hace– incluir o partir de una raíz, por ejemplo, religiosa, no olvida que se propone un juego, juego en que el autor representa un texto, presenta un texto en cuya realidad debe creer el lector durante la lectura. En especial en la literatura fantástica ese “convenio” sigue las reglas propuestas por Todorov en su definición. El rechazo de una interpretación alegórica o “poética” es tan importante como el rechazo de una interpretación “económica” o “cientificista” de cierta situación o personaje tratándose de una novela realista. Ni el autor ni el lector pretenden esa realidad, sino exactamente la opuesta: la que surge, no de la expresión, sino de la impresión (aunque la expresión no está ausente en muchos casos). El escritor fantástico quiere crear una atmósfera en la que el lector vacile, ya permitiendo, ya asumiendo esa vacilación. “La vacilación –dice Todorov– es la primera condición de lo fantástico”. Al indagar en la realidad y componer elementos sobrenaturales con datos que existen en ella, el escritor fantástico indica sus dudas acerca de lo “natural o visible”. Admite, a través de la ficción, fuerzas situadas más allá de la comprensión del hombre y señala la pobreza de la vida cotidiana por medio de “las otras posibilidades” de esa vida. “En el verdadero campo de lo fantástico, existe siempre la posibilidad exterior y formal de una explicación simple de los fenómenos, pero, al mismo tiempo, esta explicación carece por completo de 15 probabilidad interna”, enunció en el siglo XIX el filósofo y místico ruso Vladimir Soloviov2 . Esa verosimilitud o posibilidad es imprescindible. Sin ella, el relato fantástico resulta solamente alegórico (por ejemplo, en una fábula en la que los animales hablan, nadie supone que debe creer en eso) o absurdo (nos referimos a la literatura que busca retratar la realidad por la negación y el humor). Para Lovecraft, el criterio de lo fantástico no se sitúa en la obra, sino en la experiencia particular del lector, y esta experiencia debe ser el miedo. “Debemos juzgar el cuento fantástico no tanto por las intenciones del autor y los mecanismos de la intriga, sino en función de la intensidad emocional que provoca. […] Un cuento es fantástico simplemente si el lector experimenta en forma profunda un sentimiento de temor y terror, la presencia de mundos y potencias insólitos”3 . Peter Penzoldt resume así este concepto: “Con excepción del cuento de hadas, todas las historias sobrenaturales son historias de terror, que nos obligan a preguntarnos si lo que se toma por pura imaginación no es, después de todo, realidad”4 . Así debe juzgarse un texto fantástico: por su intención, lectura e impresión. Historia de la literatura.
7-Realiza un resumen del texto leído en el punto 6.
8-Leé el siguiente cuento fantástico argentino.
                                                                          Los espías
Querido Billy:
                        El viernes pasado, en lo de Nini Gómez, me pediste que contara el episodio de Córdoba. Inesperadamente ese episodio de Córdoba ha llegado a adquirir cierta fama en determinados círculos de Buenos Aires, porque donde voy me preguntan qué me sucedió allí. Lo cierto es que todavía nadie, nadie, conoce el asunto, ya que he preferido callar, por tratarse de algo tan insólito que ni siquiera yo, su casual testigo, logro convencerme de que tuvo lugar. Pero sí, sí tuvo lugar, fue un hecho real, concreto, y no una pavorosa alucinación. Alguna vez, en el curso de estos últimos dos meses, he aludido a él, ante ti, ante los más íntimos –pues por momentos me resulta muy difícil callarlo–, y eso ha provocado la marea de los pequeños comentarios que mencionaste en la comida de Nini, mas como te digo, hasta ahora nadie sospecha, nadie podría imaginar qué aconteció, aparte, por supuesto, de que el motivo de tanta curiosidad es misterioso, acaso espantoso. He resuelto, a raíz de tu pedido, que debo revelárselo a alguien y compartir el peso de su enigma. Ese alguien eres tú, mi mejor amigo, tal vez el único que me creerá cabalmente. No tendría sentido que te mintiese a ti. Te confieso que lo hago con algún remordimiento, puesto que desde hoy seremos dos los depositarios de un secreto • 68 • Manuel Mujica Láinez incalificable. Eso sí, te encarezco que hagas lo posible por no divulgarlo. Insisto en que no será fácil. Por lo que a mí respecta, la razón fundamental que me impulsa a declarar lo que sé del mismo, finca en que podría desaparecer, morirme (por causas naturales o de las otras, quizá de las otras), y en que la responsabilidad de partir de este mundo con una carga tan descomunal agobia mis débiles hombros. Me fui a Córdoba, como recordarás, a la pensión “El Miosotis”, ubicada cerca de San Antonio, con el propósito de descansar. Lo merecía, luego del ajetreo de estos últimos tiempos, de tanto barullo triste. Lucille me recomendó el sitio, verdaderamente encantador. Claro que ni ella ni nadie hubieran podido prever lo que hallá pasaría. Es un establecimiento pequeño, dirigido por un matrimonio inglés, que sólo recibe a una docena de huéspedes. Cuando llegué no lo habitaban, fuera de los dueños y el reducido personal de servicio, más que tres matrimonios (dos de ellos de recién casados) y una señora anciana, a la cual, según se me informó en seguida, vive allí permanentemente. La primera semana transcurrió en medio de la paz absoluta: los jóvenes matrimonios se ocupaban de sí mismos; los ingleses –Mr. y Mrs. Bridge– evidenciaban ser modelos de discreta prudencia; y la dama vieja, la señora de Morales Rivas, limitó su parca conversación a los temas convencionales. Me apliqué a bañarme en el solitario arroyo vecino; a beber naranjadas y vasos de vino blanco en el bar “El cordobés”; y a pasear por los alrededores (no hay mucho que ver), respirando el aire seco que languidecía entre las quintas escasas. Una tarde, mi caminata se estiró una legua, hasta el instituto cuyo largo título no he podido aprender y que se especializa, según me explicaron, en investigaciones vinculadas con los estudios aeroespaciales. Espero no equivocarme; demasiado conoces • 69 • Los espías mi ignorancia total en lo que a esa materia se refiere. Creo que en el instituto en cuestión se realizan esos estudios o búsquedas parecidas. En el Di Tella te lo aclararán. De todos modos, no me adelanté más allá de sus muros, ni me pasó por la mente entrar al caserón, el cual nada difiere de los restantes que, hundidos en el follaje, flanquean los caminos de la zona. Sólo después se me ocurrió atribuirle importancia a la proximidad de aquel centro ignoto, al que, por lo demás, probablemente no hubiera tenido acceso, de haberme propuesto tan peregrina excursión. Mi vida se desenvolvió, en consecuencia, agradablemente: baños, lecturas, de noche la tertulia familiar, en torno de la radio inestable o vagas partidas de canasta, con matrimonio mayor y la señora de Morales Rivas. Hasta que los Kohn (así declararon llamarse) aparecieron en “El Miosotis”. A todos nos desconcertó desde el primer momento –y lo comentamos con broma ociosa– su aspecto singular. Aquel matrimonio de rasgos porcinos, que supimos cuarentón, acompañado por un hijo y una hija de aparentes diez o doce años, nos sorprendió por su obesidad excesiva, por su impasibilidad exagerada y por cierta torpeza de los movimientos, que atribuimos a su pesadez. También nos llamó la atención que vistieran ropas demasiado abrigadas, de corte antigua y (eso era lo más chocante, en un lugar donde la diversión máxima consistía en variar modestamente el atavío) que vistieran siempre las mismas. Pero los cuatro Kohn hicieron patente su propósito de no participar de nuestras intrigas y de consagrar la temporada que pasarían cerca de nosotros a su exclusiva intimidad. Respondían a nuestros saludos, inclinando las graves testas acartonadas; hablaban entre sí en voz inaudible y en un idioma que no llegamos • 70 • Manuel Mujica Láinez a discernir, aunque parecía un dialecto alemán; y su actividad se reducía a largos paseos que, después del desayuno, los eliminaban rumbo a las sierras. En varias ocasiones topé con ellos en algún recodo de la carretera que conduce al instituto que te mencioné, o al “castillo” de Nieva Funes, o a la Granja Suiza, y nos limitamos a reiterar los mudos cabezazos. Andaban lentamente, guiando sus corpachones como escafandras. No me inmutó su indiferencia pues, como comprenderás, fuera de su traza absurda no había nada en ellos que me atrajese, y como el resto de los huéspedes, prescindí de los Kohn. Hubiera sido un error proponerles que interviniesen en nuestras canastas nocturnas a tan morosos compañeros. Por lo demás, los Gordos –así los designábamos, sin esforzar la imaginación– se esfumaban a tranco de paquidermos y se encerraban en sus dormitorios, en seguida después de comer. —Esa gordura —dictaminó durante una sobremesa la señora de Méndez Rivas— no es natural. Y no lo era, ciertamente. Tampoco ese color marchito, que el sol de Córdoba no vencía, ni esa impavidez taciturna, especialmente rara en el caso de los niños, que parecían ignorar los juegos más simples y restringían su acción a acompañar a sus padres, en las largas andanzas cadenciosas, callados e indolentes, constantemente al lado de ellos, de modo que el grupo de los Gordos, cuando lo avistaba en el pueblo de San Antonio o en los senderos de las serranías, me daba la impresión de estar integrado por cuatro animales macizos, cuatro domesticados jabalíes blancos, que caminaban sobre dos patas traseras y usaban unos trajes oscuros, merced a la infinita (e improbable) paciencia de un domador de circo. Acumulo ahora estos datos y observaciones, por la importancia increíble que los Kohn • 71 • Los espías cobraron para mí más tarde, pero porfío en que hasta el instante de la revelación los Gordos me interesaron tan poco como a los demás residentes de “El Miosotis”. De no haberse producido esa revelación, hoy los hubiera olvidado, o tal vez los recordaría como a cuatro ejemplares de las groseras proporciones que puede alcanzar lo caricaturesco en el pobre ser humano. Una mañana en que el calor apretó sobremanera me dispuse a reanudar el saludable chapaleo en el arroyo próximo. Sombríos árboles escoltan su delgado caudal, que el capricho de las piedras enriquece, y allá me dirigí más temprano que de costumbre. Con el pantalón de baño por toda ropa remonté el curso del agua siguiendo sus variaciones, siempre bajo la bóveda de ramas que apenas dejaba filtrar una indecisa luz. Quizás anduve un par de horas de esa suerte, saltando de roca en roca, hundiendo los pies en la corriente, deteniéndome a observar un insecto o una planta, pensando en las cosas absurdas que me habían acaecido en Buenos Aires y tratando de descartarlas de mi memoria para gozar felizmente de la frescura del lugar y de su fascinación. El arroyo se tornaba, a medida que nos alejábamos de “El Miosotis”, más y más misterioso. Se estrechaba, se encajonaba y tenía yo la sensación de moverme en el interior de una gruta, dentro de la cual crecían árboles tupidos. Como no había llevado reloj me inquietó la idea de haber extendido desmedidamente la salida y opté por buscar el camino, del que me separaba una barrera de marañas y peñas, para regresar en menos tiempo a la pensión. Abandoné, pues, en un giro más del arroyo, el laberinto de agua, me calcé las zapatillas y me introduje en la trabazón frondosa. Hallé un sendero, probablemente obra de las cabras, y por él me adelanté, calculando que desembocaría en la ruta. Treinta metros más • 72 • Manuel Mujica Láinez allá me percaté de que se ensanchaba un poco, en un paraje despejado que a través de la espesura alcancé a divisar. Me costó, sin embargo, franquearme paso en la maleza, y a duras penas lo conseguí, luego de enzarzarme en filosas espinas. Debí dar un brinco para atravesar el último cerco del ramaje, y al llegar por fin al breve espacio libre tropecé con un cuerpo, con tan mala suerte que junto a él caí. Ese cuerpo era el de la señora Kohn. Mi cara quedó a escasos centímetros de la suya; cuando la reconocí, latiéndome el corazón por lo inopinado del lance, me incorporé rápidamente y tartamudeé unas excusas imprecisas. De inmediato me asombró su expresión. Es cierto, como antes señalé, que los Gordos se destacaban por su apatía inalterable, pero aquello superaba lo previsible. Estaba la gruesa señora echada en el pasto, cara al cielo que se entreveía en la blanda oscilación de las copas. Tenía los ojos y la boca abiertos, y sin embargo no se movió, ni parpadeó, ni respondió a mis disculpas. Retrocedí, entre atónito y agraviado –con ser yo el ofensor– por su despreciativa displicencia, y al hacerlo mis piernas rozaron un cuerpo más. Me volví y entonces se multiplicó mi turbación, porque detrás de mí, en posturas similares a la de la señora y con la misma repudiante insensibilidad fija en los rostros, se hallaban los demás miembros de la familia. Los cuatro yacían, abandonados, cara arriba, y los cuatro tenían abiertos los ojos y las bocas. Ninguno se levantó ni insinuó un ademán. Continuaron inmóviles, en la sofocación de sus ropas de invierno, como si yo no hubiera aparecido tan bruscamente por allí. No dormían, empero. Torné a hablar a borbotones, en parte para establecer el desagrado que me causaba mi aturdimiento inocente y en parte también para quebrar un silencio que resultaba anormal, pero nadie se inmutó, y en ese momento tuve • 73 • Los espías miedo por primera vez. Aquello no encajaba dentro de las leyes de la lógica y por eso, por quebrar con su inercia el compromiso equilibrado que a todos nos une, me asustó mucho más que si los cuatro se hubieran puesto a gritar o se hubieran arrojado sobre mí, con el peso de sus corpulencias, golpeándome o mordiéndome. Fíjate bien en lo irreal de la escena: el calvero cordobés en el que las abejas zumbaban; yo, casi desnudo, goteante todavía, monologando sin sentido; y los cuatro voluminosos personajes tumbados, impávidos con los quietos ojos que apuntaban a la altura, y que no me respondían. Transcurrieron unos segundos antes de que reparase en que una abeja, dos abejas, tres abejas se habían posado sobre las mejillas y los labios del señor Kohn, sin que eso inmutase al interesado en lo más mínimo, pues ni siquiera tuvo la precaución elemental de cerrar los párpados. Las espanté y fueron a revolotear y a pararse encima de la frente de su hija. Las espanté de nuevo y se alejaron, coléricas. Mientras esto sucedía y yo manoteaba en torno de los horizontales, ninguno evidenciaba cuánto les concernía mi operación protectora. Como cuatro ridículas esculturas abatidas, olvidadas entre las plantas silvestres, se ofrecían incólumnes a la arbitrariedad de la naturaleza. Todo ello, repito, tuvo lugar en un lapso mucho menor que el que se requiere para narrarlo. Solo entonces, solo cuando iba de acá para allá, saltando sobre los corpazos tendidos de espaldas, se me ocurrió que los Kohn podían haber muerto. Mi terror había crecido, y lo zamarreé al jefe de familia, cosa ardua dada la importancia de su fado, para comprobar que mi sospecha no era descabellada. ¿Muertos? ¿Los cuatro muertos? Pero, ¿cómo? Y, por imposición del raciocinio, supuse que los habían asesinado. Sin embargo, a simple vista, ninguno daba muestras de haber sido objeto de un ataque violento; • 74 • Manuel Mujica Láinez antes bien, las expresiones de los cuatro proclamaban que hasta el instante postrero siguieron dueños de la tensa inalterabilidad que los caracterizaba. Tal vez –me dije– les hayan suministrado un veneno; o tal vez me halle ante un caso de suicidio colectivo; aunque, vaya uno a saber por qué, mi desesperación determinó que la eliminación de los Gordos no era voluntaria, sino el fruto de una acción criminal externa. La certidumbre del cuádruple homicidio escasamente podía contribuir a serenarme. Al contrario; acto continuo imaginé la eventualidad de que me acusasen de haber muerto a los Kohn. También me sobresaltó la perspectiva de que el asesino o los asesinos que habían suprimido a los Gordos, quizá con el propósito de robarlos –aunque es obvio calcular que lo robable a cuatro turistas de la vecina pensión, dos de ellos niños, sería una insignificancia– anduvieran aún por los alrededores. Y si en el reflexivo relámpago barrunté que lograría demostrar mi falta de culpa, ya que mis antecedentes hasta ahora no me sindican como un espontáneo ultimador de gordos o de flacos, y la antipatía que en mí provocaban los Kohn no bastaba para arrojar sobre mí la sospecha de haber originado su tránsito al otro mundo, en cambio la vislumbré de que el o los criminales fuesen muy capaces de seguir merodeando por el contorno, y de que a lo peor yo sería su víctima inmediata, me angustió intensamente porque es indiscutible que, al enfrentarme con quienes habían despachado con tanta limpieza a un cuarteto robusto, mis perspectivas de salvación serían nulas. Aquel planteo me aguzó los sentidos y me dio la medida plena de mi situación peligrosa. Estaba solo, en un lugar aislado, entre cuatro cadáveres inmensos, y cualquier acontecimiento desagradable • 75 • Los espías encuadraría a la perfección en esta escena, que contrastaba con la calma pura del cielo cordobés y con el trajín rezongante de las abejas, las cuales –ahora sin que yo importunase sus paseos– habían vuelto a establecer su dominio sobre los rostros de los Kohn. Un rumor, que oí a la derecha, como de alguien que se acercase a pasos furtivos, confirmó mis prevenciones. Temblando, me refugié en las breñas rasguñadoras, y aguardé. Era un rumor sutil, más que de pasos como de algo que se desliza o que repta sobre las hojas. Progresaba, quedamente, hacia los petrificados gordos, y la popular noción acerca del criminal que regresaba al paraje de su crimen acentuó mi espanto. Se adelantaba, pero tardaba en llegar, como si no se resolviera. Por fin, cuando esperaba ya que se entreabriesen las ramas y que en el hueco surgiera el intruso, advertí, estupefacto, la invisible causa de aquellos crujidos. Esto, Billy, es lo más embarazoso de referir, si se aspira a transmitir la verdad exacta, porque aquí lo increíble, acaso lo diabólico, comienza a afirmar su imperio, destructor del orden convencional. Y si es casi imposible componer la narración justa, pues a lo largo de ella lo absurdo y lo repugnante, con un toque de adefesio, de esperpento atroz, se entrelazan tan apretadamente que el relator debería poseer mañas de equilibrista para soslayar los riesgos que proceden de esas percepciones contradictorias y dar la impresión cabal de lo que presenció sin caer en la trampa de lo grotesco. Mis ojos, que se negaban a testimoniarlo, no vieron entonces a un hombre o varios hombres cautelosos, como presentí moderadamente. Vieron que quien aparecía en el despejado lugar era una especie de gusano gris, peludo, de unos setenta centímetros de largo, y detrás otro y otro y otro. Se arrastraban sobre los vientres inmundos • 76 • Manuel Mujica Láinez y de vez en vez alzaban las cabezas y las giraban, haciendo relampaguear los ojos redondos, negros, que invadían esas cabezas anilladas. Creo que uno de ellos me descubrió, pese a que me ocultaba la fronda. No estoy seguro, pero lo confirma el hecho de que emitiese un breve silbido y de que los restantes mirasen en mi dirección. ¿Aprecias en su totalidad mi pánico? Las ramas me trababan con sus garfios, impidiéndome retroceder; para librarme de ellas y de la pesadilla, no me quedaba más escapatoria que el claro donde yacían los Kohn y que obstruían las larvas de los ojos malignos; porque eran malignos, eran indiscutiblemente lúcidos. Así que opté por permanecer tieso y acechando; en el momento oportuno, si me atacaban, trataría de defenderme, de escabullirme. Quizá no me hubieran visto; quizá mi imaginación añadiera pavor al que la realidad me ofrecía; quizá los engendros continuaran, sin molestarme, su camino rumbo al arroyo. Entre tanto los vermes aquellos, o lo que fuesen, habían reanudado sus pegajosas ondulaciones y fue patente que avanzaban hacia los Kohn. Mi alarma se intensificó ante la perspectiva de que me tocase asistir a un festín horrible, que probablemente no podría soportar y que desencadenaría con mi reacción mi propio final, pero lo que tuve que atestiguar fue, por extraño y repulsivo, más tremendo aún. Cada uno de los monstruos se apoderó de uno de los cuerpos. Pausadamente treparon a las moles abandonadas y sobre ellas se estiraron, como otros tantos amantes inverosímiles que buscaban las abiertas bocas. En esas bocas de peces muertos introdujeron sus cabezas y poco a poco –¿me entenderás bien?– poco a poco se fueron metiendo en su interior, impulsándose con los infinitos tentáculos velludos, hasta que uno a uno desaparecieron dentro de los grandes • 78 • Manuel Mujica Láinez organismos inanimados. Y de súbito, pero también muy despacio, los Kohn empezaron a esbozar muestras vacilantes de vida. Respiraron, pestañearon, contrajeron las manos, se estremecieron apenas. No resistí más y aproveché el lapso corto que los devolvería a su presunta normalidad para salir de mi madriguera, sin ocuparme ya de que me oyesen, y a la carrera crucé el espacio que todavía interceptaban los cuatro seres, las cuatro boas engullidoras de gusanos o, más apropiadamente, que a los gusanos amparaban en su envoltura, para zambullirme una vez más en la maraña que me separaba de la ruta principal. Desemboqué en un parque descuidado, que luego reconocí como del instituto de estudios aeroespaciales que arriba mencioné, ya que a la sazón mi mente no estaba en condiciones de funcionar como de costumbre. Salí a la carretera y por ella me volví, lo más velozmente que consintieron mis piernas, a “El Miosotis”. La tranquilidad de los Bridge, de la señora de Morales Rivas y de los matrimonios, que se aprestaban a almorzar, no logró por cierto serenarme. Hubiera sido peliagudo comer, y peor digerir, los macarrones que me ofrecían, tras lo que había contemplado, ni menos sostener una conversación lógica con los huéspedes, pues toda mi atención se centraba en la inminencia de la entrada de los Gordos en “El Miositis”. ¿Qué secreto abominable había penetrado yo casualmente? ¿Quiénes eran, qué eran los Kohn? ¿En qué consistían? ¿De dónde procedían? ¿Qué se proponían? ¿Rondaban el instituto con algún objeto preciso? ¿Habría en el mundo otros Kohn semejantes, mitad cajas de hechura humana y mitad gigantescas lombrices, desconocidas en la Tierra? ¿Debía yo comunicar lo que había observado contra mi voluntad, para que los huéspedes pacíficos me tildaran de loco, de visionario de quimeras nauseabundas, o para sembrar entre • 79 • Los espías ellos una confusión y una zozobra más que disculpables? Éstas y otras preguntas se agolpaban en mi cerebro, mientras aguardaba la vuelta de las cuatro siniestras armazones. Y sobre todas, una interrogación: ¿cuál sería mi actitud frente a los Kohn apócrifos? Pero no regresaron a “El Miosotis”. Llegó en su lugar, traída por un muchacho mensajero, una carta garabateada que anunciaba su retorno urgente a Buenos Aires; incluía el dinero de la pensión (los imagino contándolo y los pelos se me ponen de punta); e indicaba el sitio al que Mr. Bridge remitiría las maletas. Era, según anoté, el depósito de equipajes de la Estación Retiro, pero presumo que nadie las habría reclamado y que no contendrían nada concreto. Esa misma noche me vine a la capital. La señora Morales Rivas usó en vano su encanto antiguo, en su afán de retenerme. Voilà mon histoire. Ahora estás enterado del asunto como yo y puedes sacar tus deducciones propias. La diferencia entre nosotros finca en que actuarás en tu pleno derecho al no creerme, pero ¿con qué motivo iba yo a inventar un cuento tan insufriblemente fantástico? Y hay una diferencia más: a ti no te vieron; en ti no se fijaron los ojos redondos, negros, feroces, de los cuatro gusanos Kohn, segundos antes de recuperar sus carnales envolturas demasiado abrigadas; los cuatro gusanos que yo vi cerca del arroyo, que saben que los vi, que sin duda andarán buscándome, vaya uno a adivinar bajo qué nueva traza, que de repente me encontrarán. Te abrazo Manucho A Guillermo Whitelow.
                                                                                                     Manuel Mujica Láinez, “Los espías”
Manuel Mujica Láinez, “Los espías”
9-Marca con un X la opción correcta.
1 -La historia del cuento transcurre en...
a) una chacra en la provincia de Santa Fe.
b) una pensión en las sierras de Córdoba.
c) una quinta en el interior de Buenos Aires.
d) una estancia en La Pampa.
2 -Cerca de “El Miosotis” se encuentra...
a) un laboratorio del ejército.
b) un zoológico.
c) una fábrica de armas.
d) un instituto de investigaciones aeroespaciales.
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3- ¿Qué les resulta extraño de los Khon a los huéspedes
de “El Miosotis”?
a) Su aspecto singular.
b) Su forma de hablar y de mirar.
c) Su fortuna.
d) Su dieta.
4- Cuando el narrador realiza su descubrimiento, decide...
a) contarles todo a sus compañeros.
b) tratar de olvidar lo sucedido.
c) hacer una denuncia a la policía y escribir un libro.
d) guardar el secreto hasta el momento de escribir la carta.
10- “Los espías” adopta el formato de una carta. Identifica en el relato el nombre del emisor de la carta y el del destinatario; luego cópialos.
a) Láinez era apodado “Manucho” y Guillermo Whitelow fue un amigo del escritor. Marca entre las opciones que figuran a continuación la más adecuada para explicar el efecto que genera en el lector la identificación de estos personajes del cuento con personas reales.
• Le da más “credibilidad” a lo narrado.
• Permite entender mejor la historia.
• Permite una narración más coloquial, menos formal.
• Acentúa el carácter fantástico de los hechos.
11-¿Por qué el narrador decide contar por primera vez su historia?
12- Elabora una lista de los adjetivos y expresiones que el narrador utiliza en los primeros párrafos del cuento para describir lo ocurrido.
13- Marca  en el cuento los momentos en que el narrador intenta justificar lo increíble de su relato.
14- Identifica la descripción que el narrador hace del arroyo y sus alrededores. Luego, proponé cinco adjetivos que permitan caracterizar ese lugar.

4 comentarios:

  1. Esto lo presentamos de regreso a clases soy de 3 2 tv

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  2. Respuestas
    1. emisor el que cuenta, relata
      receptor a quién va dirigido ese relato
      la relación entre los nombre y la vida real. Qué efecto quiere lograr con eso?

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ACTIVIDADES DE FORMACIÓN ÉTICA Y CIUDADANA AÑO 1º 1ª Y 2ª AÑO TURNO VESPERTINOS. PROFE: DIAZ DE GALLO.

https://drive.google.com/file/d/1zGQA6qk4r_qBFhFY2Slh3X2C5P17OG45/view?usp=sharing